Jueves Santo: el lavatorio de los pies

En este día, en que celebramos la Institución de la Eucaristía y del sacerdocio, vemos a Jesús que hace un gesto extraño ante sus discípulos. Os transcribo una reflexión del Papa Benedicto XVI, cuando todavia era Cardenal, para que podamos entender la profundidad de este signo del Señor:

El lavatorio de los pies.

En esta meditación quisiera interpretar un aspecto de la visión del misterio pascual que  hallamos en el Evangelio de Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el Evangelio de Juan se divide en  dos partes:

a) un libro de los signos: c.2-12; 

b) un libro de la gloria: c.13-21.

En esta distribución, sin duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el  misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos  días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria».

1. En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del  mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida  y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del  Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies  sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo  más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la  mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a  la familiaridad con Dios.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida  entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el  inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte  humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la  muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y  muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un  amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de  prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del  relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente:  compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor,  que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre. Esta visión que nos ofrece San Juan contiene, además, algunos aspectos  complementarios:

a) Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que  se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de  apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y  que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar  el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero  es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que  piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San  Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible  servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello  no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25).

b) Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da  también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe el peligro que San  Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este  peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que  también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que  corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en  no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del  hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos  que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras,  creer.

2. Vemos así que, a través de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista interpreta  no sólo la cristología y la soteriología, sino también la antropología cristiana. Para ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora tres puntos:

a) Además de la vida y de la muerte de Jesús, esta visión comprende también los  sacramentos del bautismo y de la penitencia, que nos sumergen en las aguas del amor de  Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el  lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la  vida.

b) En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí»  constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu. c) De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el  lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros  mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el  lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado  los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos  a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático,  sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando. 

Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este  es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura  íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que  San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente  del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los  bautizados. Jn/A-H: No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y  hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es  cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios,  como la parábola del samaritano y la del juicio final. A-H/C:Pero, entendido en el  contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad  muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus  raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del  amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar  por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de  fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con  la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero  arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad,  inspirados en la fraternidad de la fe.

Volviendo al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un  contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la  estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre  dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo  podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad.

3. Quisiera añadir a esta meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del lavatorio  de los pies; con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona explica la tensión de su vida  entre contemplación y servicio cotidiano.

a) En una primera consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras del  Señor: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está  limpio» (/Jn/13/10). El Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es decir,  bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene necesidad de lavarse los  pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los pies, siempre necesario después de  haberse bañado, después del bautismo? Así responde el Santo Doctor: sin duda, el  bautismo nos ha limpiado enteramente, incluso los pies. Estamos «limpios»; pero, mientras  vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos afectos  humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies,  con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos  alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a  nosotros mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr. XXXVI 468). Pero el Señor  está en presencia de Dios y, en virtud de su intercesión, nos lava los pies día tras día en el  momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos  los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una  toalla y nos lava los pies.

b) San Agustín reflexiona inmediatamente después sobre otro texto de la Escritura,  tomado del Cantar de los Cantares, en el que encuentra unos versículos -a primera vista  enigmáticos, según él- sobre el tema del lavatorio de los pies. En el capítulo 5del Cantar  hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón  vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La  esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado  los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» 

Aquí comienza la reflexión del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la esposa  es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero -dice  San Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a  abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el  camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo  decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de  silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones,  de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos  que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir  exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su  camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice:  «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad  para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría…»  Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi,  aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al  trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la  causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que  metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid.. LVII. 2-6 p.  470ss)

Así interpreta San Agustín su propia situación. Después de la conversión quiso fundar un  monasterio, abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero  a la verdad, a la contemplación. Pero en el 391, cuando fue ordenado sacerdote en contra  de sus deseos el Señor vino a desbaratar este reposo, llamó a su puerta y desde entonces  no había día que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y predica mi Nombre». Agustín  llegaría a comprender que esta llamada que escuchaba a diario era realmente la voz de  Jesús, que Jesús le impulsaba a ponerse en contacto con las miserias de la gente (por aquel  tiempo, el Santo Obispo hacía también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por  paradójico que esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia Jesús,  como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta  de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava  nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque  también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan  contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para  abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos  hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han  ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta (Ibid.. LVII, 6, p.472). 

JOSEPH RATZINGER